Querida Doña XXX: Me enciendo un cigarrrillo despacio y miro esta hoja blanca de papel infinita que me atrae como un abismo sin fondo y sin palabras. Llevo varios días sin escribir y pienso en esa desazón que usted debe de sentir al no recibir la carta que espera. Poco a poco pareciera que este silencio va desapareciendo y todo el ruido que lo albergaba se convierte en decisiones y hallazgos. No sé. Al cabo de todos estos años he cometido tantos errores, he sido tan perfectamente imperfecto, que no hallo otra verdad en mi que la que me guía hasta usted como un camino que siempre acabara en el mismo sitio: ¿Es usted el amor de mi vida? ¿Acaso soy yo el suyo?
Don Hermenegildo, poseedor del ariete y de la gloria, hombre ameno, salvaje, ufano, de risa abierta, que, a pesar de haber fraguado su carácter entre doctrinas castrenses y balas enemigas, cada vez que algún bebé, nieto o bisnieto de alguno de nosotros, nos visita, lo toma en sus brazos con la máxima de las ternuras y lo arrulla tarareando la nana de Brahms.... Don Hermenegildo, Doña XXX, va de la mano de Doña Justa a todas partes. Se sientan al sol y se pasan horas mirándose el uno al otro como si tuvieran siempre algo que descubrirse en los ojos. Se les oye reir detrás de algún árbol o sentados al borde de algún rayo de sol que asomara a recibirlos. Ambos parecen dos niños que jugaran a ser viejos y ambos nos enseñan todos los días cuánto es de valioso cada segundo que vivimos.
El otro día, cuando Doña Justa departía con las Ganchillo sobre la mejor manera de no quemar un pollo cuando se asaba -al fin y al cabo el pollo tenía que estar ya muerto cuando se metiera en el horno, decía una de ellas- Don Hermenegildo, sonriente, se acercó a donde estábamos Don Ramón y yo comentando nuestras cosas... ya sabe, fútbol, política y los fondillos de Candy... nada nuevo bajo el sol.... y, con voz solemne, nos dijo: "Señores, ¡estoy enamorado!". Y dejándose caer en el banco, extendió sus brazos sobre el respaldo, cruzó sus piernas en cuatro, me pidió que le liara un cigarro, y tras la primera calada, y nuestro último instante de asombro, mirándonos fíjamente a los dos continuó: "Amigos míos, siempre he creído que el amor no existía. Que sólo el sexo era lo que prevalecía y para ello contaba, siempre, con mis diez y ocho centímetros de razones. Me he curtido en batallas y alguna vez he debido salir huyendo por no tener que ponerle nombre a algún que otro problema que iba engordando por semanas. Nunca miré hacia atrás y nunca recordé los nombres de quienes me desearon. Las batallas, los gentilicios de las plazas tomadas, las murallas abiertas a golpe de ariete y fuerza: todas ellas las he olvidado. He llegado hasta aquí y siendo brabucón y fiero como un soldado de los tercios de Flandes en la Hostería del Laurel de Zorrilla, he presumido de amores y galanuras. He despertado admiraciones de hombres y hembras y me he mantenido leal a mi imagen de Don Juan, perfectamente armado. Pero hoy, les tengo que confesar a ustedes, amigos míos, que he sido, durante toda mi vida, un perfecto estúpido. Abjuro en este momento de mis posturas machistas, declino declararme amante de mis amantes y proclamo que he estado equivocado. No me arrepiento, ¡Vive Dios!, pero tampoco quiero alardear nunca más de ello". Don Ramón y yo no salíamos del pasmo. Don Hermegildo, una por una, se fue quitando las medallas del pijama y colocándolas delicadamente una al lado de la otra sobre el banco, iba enumerando, todas las ciudades de Cuba donde durante la guerra de independencia había participado en la lucha:"Santiago de Cuba, Camagüey, La Habana, Matanzas, Cienfuegos, Guanajay, Jatibonico...." Desposeyose de todas y cada una de ellas y al terminar, tomándolas en una mano, me las dió diciendo: "Guarde usted, Don Efraín, estas reliquias, que cada una de ellas lleva un recuerdo y un beso. Guárdelas usted porque lo que me queda de vida no quiero más medalla que la de vivir al lado de doña Justa y recibir el honor de morir en sus brazos". Levantose y y fuese con aire marcial. Se acercó al grupo de aprendices de oído a cocineras y tomando de la mano a Doña Justa, levantándola de sus asiento, la besó tiernamente en los labios.
Don Ramón, hombre discreto, perspicaz y cabal, casi susurrando me dijo: "Al fin y al cabo, Don Efraín, todos somos iguales. Hombres y mujeres estamos hechos del mismo barro. Sentimos lo mismo, tenemos miedo a las mismas cosas, intentamos no estar solos y deseamos al abrazarnos completar nuestro abrazo como si de un mismo círculo se tratara. Todas esas pendejadas de venus y de marte, todos esos discursos de mujeres cabronas y hombres sumisos, toda esa guerra de sexos inoperante y estéril, se queda en nada cuando alguien es capaz de besar como nuestro general acaba de hacerlo con Doña Justa. Porque no se trata de ser hombre o de ser mujer, se trata de ser seres humanos. Los genitales, Don Efraín, sólo sirven para la diversión y la progenie. El resto son humanidades solas que se acompañan, fidelidades que se deciden porque sí, y corazones capaces de construir sonrisas. Esa es la única razón del amor que sobrevive, Don Efraín: Ser iguales y amarse y respetarse como tales. El resto, se lo dejamos a los sexólogos frustrados y a quienes no son capaces de comprometerse como seres humanos, sino como hombres o como mujeres".
A sus pies,
Don Efraín Candoroso.
Don Hermenegildo, poseedor del ariete y de la gloria, hombre ameno, salvaje, ufano, de risa abierta, que, a pesar de haber fraguado su carácter entre doctrinas castrenses y balas enemigas, cada vez que algún bebé, nieto o bisnieto de alguno de nosotros, nos visita, lo toma en sus brazos con la máxima de las ternuras y lo arrulla tarareando la nana de Brahms.... Don Hermenegildo, Doña XXX, va de la mano de Doña Justa a todas partes. Se sientan al sol y se pasan horas mirándose el uno al otro como si tuvieran siempre algo que descubrirse en los ojos. Se les oye reir detrás de algún árbol o sentados al borde de algún rayo de sol que asomara a recibirlos. Ambos parecen dos niños que jugaran a ser viejos y ambos nos enseñan todos los días cuánto es de valioso cada segundo que vivimos.
El otro día, cuando Doña Justa departía con las Ganchillo sobre la mejor manera de no quemar un pollo cuando se asaba -al fin y al cabo el pollo tenía que estar ya muerto cuando se metiera en el horno, decía una de ellas- Don Hermenegildo, sonriente, se acercó a donde estábamos Don Ramón y yo comentando nuestras cosas... ya sabe, fútbol, política y los fondillos de Candy... nada nuevo bajo el sol.... y, con voz solemne, nos dijo: "Señores, ¡estoy enamorado!". Y dejándose caer en el banco, extendió sus brazos sobre el respaldo, cruzó sus piernas en cuatro, me pidió que le liara un cigarro, y tras la primera calada, y nuestro último instante de asombro, mirándonos fíjamente a los dos continuó: "Amigos míos, siempre he creído que el amor no existía. Que sólo el sexo era lo que prevalecía y para ello contaba, siempre, con mis diez y ocho centímetros de razones. Me he curtido en batallas y alguna vez he debido salir huyendo por no tener que ponerle nombre a algún que otro problema que iba engordando por semanas. Nunca miré hacia atrás y nunca recordé los nombres de quienes me desearon. Las batallas, los gentilicios de las plazas tomadas, las murallas abiertas a golpe de ariete y fuerza: todas ellas las he olvidado. He llegado hasta aquí y siendo brabucón y fiero como un soldado de los tercios de Flandes en la Hostería del Laurel de Zorrilla, he presumido de amores y galanuras. He despertado admiraciones de hombres y hembras y me he mantenido leal a mi imagen de Don Juan, perfectamente armado. Pero hoy, les tengo que confesar a ustedes, amigos míos, que he sido, durante toda mi vida, un perfecto estúpido. Abjuro en este momento de mis posturas machistas, declino declararme amante de mis amantes y proclamo que he estado equivocado. No me arrepiento, ¡Vive Dios!, pero tampoco quiero alardear nunca más de ello". Don Ramón y yo no salíamos del pasmo. Don Hermegildo, una por una, se fue quitando las medallas del pijama y colocándolas delicadamente una al lado de la otra sobre el banco, iba enumerando, todas las ciudades de Cuba donde durante la guerra de independencia había participado en la lucha:"Santiago de Cuba, Camagüey, La Habana, Matanzas, Cienfuegos, Guanajay, Jatibonico...." Desposeyose de todas y cada una de ellas y al terminar, tomándolas en una mano, me las dió diciendo: "Guarde usted, Don Efraín, estas reliquias, que cada una de ellas lleva un recuerdo y un beso. Guárdelas usted porque lo que me queda de vida no quiero más medalla que la de vivir al lado de doña Justa y recibir el honor de morir en sus brazos". Levantose y y fuese con aire marcial. Se acercó al grupo de aprendices de oído a cocineras y tomando de la mano a Doña Justa, levantándola de sus asiento, la besó tiernamente en los labios.
Don Ramón, hombre discreto, perspicaz y cabal, casi susurrando me dijo: "Al fin y al cabo, Don Efraín, todos somos iguales. Hombres y mujeres estamos hechos del mismo barro. Sentimos lo mismo, tenemos miedo a las mismas cosas, intentamos no estar solos y deseamos al abrazarnos completar nuestro abrazo como si de un mismo círculo se tratara. Todas esas pendejadas de venus y de marte, todos esos discursos de mujeres cabronas y hombres sumisos, toda esa guerra de sexos inoperante y estéril, se queda en nada cuando alguien es capaz de besar como nuestro general acaba de hacerlo con Doña Justa. Porque no se trata de ser hombre o de ser mujer, se trata de ser seres humanos. Los genitales, Don Efraín, sólo sirven para la diversión y la progenie. El resto son humanidades solas que se acompañan, fidelidades que se deciden porque sí, y corazones capaces de construir sonrisas. Esa es la única razón del amor que sobrevive, Don Efraín: Ser iguales y amarse y respetarse como tales. El resto, se lo dejamos a los sexólogos frustrados y a quienes no son capaces de comprometerse como seres humanos, sino como hombres o como mujeres".
A sus pies,
Don Efraín Candoroso.
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