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El rincón del lagarto

Harto ya de estar harto de tanta vida, Don Efraín Candoroso, poco antes de su muerte natural por disparo de arma de fuego infligida por él mismo, legó a mi tío abuelo Don Juliano de Lapesa Dez, la correspondencia que durante años mantuviera con Doña XXX. En este Blog, tenemos la primicia de su publicación. El editor.

domingo, 5 de julio de 2009

Cartas a Doña XXX: La condición humana.

Querida Doña XXX: Hablar con usted el otro día me produjo una mezcla de alegría, nostalgia y despedida. Pude comprender en la dulzura de su voz el significado de la palabra imposible, y, por otra parte, revivir, por un instante, la paz que siempre me produjo su risa. Sí, quizás sólo sea un ideal, un recuerdo amado, y estas cartas la única liga que tengo a lo que una vez fuí. Intuyo que no volveremos a hablar. Es sólo un presentimiento. Pero seguiré escribiéndole con regularidad para que sea consciente de que nunca la he olvidado, aunque, a la postre, nada haya quedado de usted entre mis cosas.

A la mañana siguiente de "el día de las revueltas", como lo calificó Doña Hilda, nos despertaron temprano, antes del alba, tal y como en otra misiva ya le había narrado. Nos pusieron en fila contra la pared, hombres a un lado del pasillo y mujeres al otro. Las Gorgonas, gozaban todavía de la resaca y en sus caras podía aún verse el efecto del alcohol en ese gesto característico entre dolor de cabeza, sonrisa ebria, y desequilibrio danzante.

Hilda, en medio del pasillo paseaba entre las filas deteniéndose frente a cada uno de nosotros, golpeando su fusta contra la palma de la mano, demostrando su odio contenido y su furia. El silencio era absoluto. Sólo los pasos lentos de la elefanta y el golpe rítmico de la fusta marcaban el paso eterno de los segundos.

"¡Habéis sido todos! ¡Todos sois culpables! ¡Esto no puede quedar sin castigo! ¡Lo que ayer pasó es inaceptable y una quiebra absoluta de todas las reglas y principios morales de esta institución!" Las palabras de Hilda tronaron con eco en el pasillo, e hicieron que todos nos arrugáramos aún más de miedo. Yo podía olerlo, sentirlo en mi piel, pero al mismo tiempo miraba la expresión de los gestos de mis compañeros y no sentía que hubiera arrepentimiento alguno. "¡La junta ha decidido dar un castigo ejemplar! Pero no será a todos, no, no esperéis castigos menores, limpiezas de pasillo, dobles turnos en las cocinas. Todos lo que habéis hecho lo pagarán sólo dos personas, o mejor, los dos animales que me agredieron: El marquesito y el fontanero. Ellos serán los chivos expiatorios y en ellos varéis todos el ejemplo y el rigor de la displicina."

Y efectivamente don Ronaldo de Roncesvalles y Don Mariano fueron castigados al aislamiento total por quince días. Sin derecho mas que a una llamada de teléfono, e impedidos de salir de sus habitaciones en horarios comunes. Desayunaban, almorzaban y cenaban solos. Salían al patio cuando los demás no estábamos. Tenían prohibido comunicarse entre ellos, recibir la prensa, ver televisión y sus habitaciones no fueron limpiadas, ni sus sábanas cambiadas durante toda la condena. De nada sirvieron las peticiones de clemencia que durante esos días algunos de nosotros hicimos. De nada, el que durante nuestras horas de jardín nos apostáramos bajo sus ventanas en señal simbólica de compañía. Casimiro llegaba y nos echaba a trompicones y las Gorgonas servían de espías cada vez que alguno de nosotros intentaba quebrar el aislamiento.

Fueron días largos. Las partidas de dominó se suspendieron y Don Ramón y yo deambulábamos por los jardines preguntándonos qué sucedería con el ánimo de nuestros amigos. Don Ronaldo ya estaba muy mayor, apenas si podía vivir sin asistencia y desde hacía tiempo su familia le había dejado solo.

El día final del castigo Don Ramón y yo decidimos despertarnos temprano y acercarnos a la puerta de Don Ronaldo para acompañarle a desayunar con todos nosotros. Nadie se había levantado todavía y con pasos silenciosos nos allegamos hasta su habitación. Esperábamos lo peor. Un ser humano roto, una habitación desordenada, un olor a derrota. Tocamos a la puerta. Don Ronaldo tardó en abrir. Cuando lo hizo, nos quedamos pasmados. Don Ronaldo en vez de pijama a rayas y zapatillas raídas de cuadros vestía un traje mil rayas de corte perfecto y una corbata de hilo de lunares. Se había afeitado hasta el mostacho y su cabello blanco caía hacia atrás en un peinado perfecto, dejando ver sus ojos verdes y profundos con los que observaba y callaba sus pensamientos, y con los que, a veces, todos sentíamos que era capaz de contemplarnos el alma o de leer nuestras mentes. Nos recibió con una sonrisa extraordinaria, erguido, atlético y orgulloso de si mismo. "¿Qué deseaban, caballeros, amigos míos, recoger los pedazos del moribundo?" Y una carcajada pletórica de vida nos saludó esa mañana. "Pasen, pasen ustedes a mi mundo, que yo tornaré esos rostros de besugos asombrados en sonrisa de hombres."

Nunca habíamos entrado en su cuarto de paredes blancas decoradas con fotografías antiguas, cabezas de jaguar provenientes de distintas zonas de América, un escritorio antiguo de madera y grande, donde ubicaba sus libros al fondo sujetos por maquetas de coches antiguos que coleccionaba. Alguna medalla nombrándole caballero de órdenes de caballería extranjeras, unas boleadoras de gaucho argentino, regaladas por una argentina de azules recuerdos como pupilas, y libros, muchos libros amontandos por todas partes, en el suelo, sobre la mesilla de noche, en la cómoda. Poesía, libros de historia, novelas policíacas y cuadernos de notas donde escribía sin orden ni concierto poemas, pensamientos y lágrimas.

Nos sentamos al borde de la cama y él ocupó su silla antigua de tipógrafo de la que nos contó que había conseguido en un bazar de gitanos que encontró en uno de sus paseos por Castilla, entre carros de bueyes, gallinas, ocas, niños semidesnudos, cabritas y hogueras alrededor de las cuales los viejos afilaban sus navajas y las mujeres limpiaban lentejas.

"Amigos míos, en todas partes he visto caravanas de tristeza, soberbios, melancólicos, borrachos de ira, mala gente que apesta la tierra, como decía, más o menos, el poeta. Toda mi vida he intentado no ser de esa raza de hombres, ni pensar que la vida pasara por mi, sin que yo lo hiciera por ella. Vengo de estirpe antigua, donde los blasones, los oros, el amor a los símbolos, los principios de lealtad y honor eran casi tan importantes como creer en Dios. Y sin embargo, la definición de amor de mi padre consistía en educarme a fuerza de palizas, cinturonazos en la espalda o en pegar y maltratar a mi madre como típico macho viril y ejemplificante. Fuera de casa era admirado y reconocido, dentro, el alcohol y la constante violencia le hacían sentirse amo y señor de nuestras vidas. No aprendí de los golpes sino un rechazo absoluto hacia la violencia a los más débiles. Odio la deslealtad y la injusticia. Y pienso que la traición es el pecado mortal que falta en los diez mandamientos. Protegí a mis hermanos, protegí a mi madre, protegí a todos aquellos que me necesitaron. El otro día toda esa fuerza de mi vida se concitó cuando Doña Justa fue agredida. Mi vida la he dedicado a los demás. Siempre pensé que la obligación de todo hombre era dejar el mundo un poquito mejor de como lo había encontrado. Y me preparé para ello. Leí, estudié, observé. Intenté destejer los sufrimientos y paliar las condiciones adversas de quienes me rodeaban. Pero al cabo, me di cuenta de que estaba solo. De lo solo que me había quedado al entrar en esta vejez que mata poco a poco. Sí, soy consciente de haber influido en centenares de vidas y estoy también cierto de que ninguna de ellas, salvo escasísimas excepciones, ni siquiera se acuerdan. No me quejo. No es resentimiento lo que intento transmitir sino hechos probados. Sé que hice bien y no me arrepiento. Pero miren ustedes a su alrededor. Nadie da nada si no eres capaz de contestar preguntas como "¿y tú que ofreces?". Es la prostitución del sentimiento más absoluta. Siempre he creído que ningún hombre es más que otro si no hace más que otro, pero al cabo del tiempo, he aprendido que no soy superior a nadie, puesto que de todos he aprendido algo. Sé lo que soy. He escrito libros de poemas que leerán una inmensa minoría. He trabajado y amado con pasión. Pero toda la suma de emociones que a lo largo de mi vida hube vivido, mis fantasmas, mis miedos, las lágrimas no vertidas, me alcanzaron de lleno como un disparo de nieve, soledad y frío. Miré a mi alrededor y no había nadie, nisiquiera aquellos que hasta hacía poco me decían que me amaban. Y entré aquí. A morir despacio y a intentar olvidar lo inolvidable. Me volví incontinente y mi dignidad de hombre se hundía tres veces al día cada vez que una enfermera me cambiaba los pañales, me lavaba las ingles y, como un bebé, me echaba polvos de talco.

El otro día Doña Justa me enseñó, me recordó, el valor de los principios con los que siempre había vivido. Y al día siguiente, cuando me impusieron la incomunicación y el exilio físico de todos ustedes, decidí al quedarme solo en mi habitación que no podía dejar que, tampoco ahora, la vida pasara por mi, sin que yo la enamorara. Estos días, amigos míos, rescaté mis trajes del baúl, volví a escribir poemas y terminé de leer esos libros que me quedaban pendientes. La única vez que me dejaron hablar por teléfono llamé a mis hijos y les dije que era un honor para mi ser su padre. Y el resto del tiempo lo dediqué a recuperar el control de mis esfínteres, de tal manera, que ya no llevo pañal, ni lo necesito. Soy lo que soy y no renuncio a ello. Vamos pues a ese jardín de sol que nos espera, que la hora del desayuno hace tiempo que ha pasado". Y los tres, en silencio, salimos al pasillo iluminado por un rayo de luz que llegaba desde el jardín.

Don Ramón y yo íbamos delante. Don Ronaldo, erguido, sonriente, orgulloso de si mismo, detrás. Cuando arribamos a lo alto de la escalinata que baja hasta el zacate, todos se dieron cuenta de nuestra llegada. Se pusieron de pie y cuando Don Ronaldo cruzò el umbral de la puerta de cristal empezaron a aplaudir. Doña Justa se fue acercando poco a poco. Subió las escaleras y con una dulzura infinita besó a Don Ronaldo en la mejilla. La sorpresa estuvo cuando, detrás de Doña Justa, Doña Purita tomó de la manoa Don Ronaldo y con una sonrisa se lo llevó con ella a sentarse a la sombra del alerce, donde estuvieron platicando toda la mañana.

Siempre suyo,
Efraín Candoroso.


lunes, 22 de junio de 2009

Cartas a Doña XXX: El amor.

Querida Doña XXX: Me enciendo un cigarrrillo despacio y miro esta hoja blanca de papel infinita que me atrae como un abismo sin fondo y sin palabras. Llevo varios días sin escribir y pienso en esa desazón que usted debe de sentir al no recibir la carta que espera. Poco a poco pareciera que este silencio va desapareciendo y todo el ruido que lo albergaba se convierte en decisiones y hallazgos. No sé. Al cabo de todos estos años he cometido tantos errores, he sido tan perfectamente imperfecto, que no hallo otra verdad en mi que la que me guía hasta usted como un camino que siempre acabara en el mismo sitio: ¿Es usted el amor de mi vida? ¿Acaso soy yo el suyo?

Don Hermenegildo, poseedor del ariete y de la gloria, hombre ameno, salvaje, ufano, de risa abierta, que, a pesar de haber fraguado su carácter entre doctrinas castrenses y balas enemigas, cada vez que algún bebé, nieto o bisnieto de alguno de nosotros, nos visita, lo toma en sus brazos con la máxima de las ternuras y lo arrulla tarareando la nana de Brahms.... Don Hermenegildo, Doña XXX, va de la mano de Doña Justa a todas partes. Se sientan al sol y se pasan horas mirándose el uno al otro como si tuvieran siempre algo que descubrirse en los ojos. Se les oye reir detrás de algún árbol o sentados al borde de algún rayo de sol que asomara a recibirlos. Ambos parecen dos niños que jugaran a ser viejos y ambos nos enseñan todos los días cuánto es de valioso cada segundo que vivimos.

El otro día, cuando Doña Justa departía con las Ganchillo sobre la mejor manera de no quemar un pollo cuando se asaba -al fin y al cabo el pollo tenía que estar ya muerto cuando se metiera en el horno, decía una de ellas- Don Hermenegildo, sonriente, se acercó a donde estábamos Don Ramón y yo comentando nuestras cosas... ya sabe, fútbol, política y los fondillos de Candy... nada nuevo bajo el sol.... y, con voz solemne, nos dijo: "Señores, ¡estoy enamorado!". Y dejándose caer en el banco, extendió sus brazos sobre el respaldo, cruzó sus piernas en cuatro, me pidió que le liara un cigarro, y tras la primera calada, y nuestro último instante de asombro, mirándonos fíjamente a los dos continuó: "Amigos míos, siempre he creído que el amor no existía. Que sólo el sexo era lo que prevalecía y para ello contaba, siempre, con mis diez y ocho centímetros de razones. Me he curtido en batallas y alguna vez he debido salir huyendo por no tener que ponerle nombre a algún que otro problema que iba engordando por semanas. Nunca miré hacia atrás y nunca recordé los nombres de quienes me desearon. Las batallas, los gentilicios de las plazas tomadas, las murallas abiertas a golpe de ariete y fuerza: todas ellas las he olvidado. He llegado hasta aquí y siendo brabucón y fiero como un soldado de los tercios de Flandes en la Hostería del Laurel de Zorrilla, he presumido de amores y galanuras. He despertado admiraciones de hombres y hembras y me he mantenido leal a mi imagen de Don Juan, perfectamente armado. Pero hoy, les tengo que confesar a ustedes, amigos míos, que he sido, durante toda mi vida, un perfecto estúpido. Abjuro en este momento de mis posturas machistas, declino declararme amante de mis amantes y proclamo que he estado equivocado. No me arrepiento, ¡Vive Dios!, pero tampoco quiero alardear nunca más de ello". Don Ramón y yo no salíamos del pasmo. Don Hermegildo, una por una, se fue quitando las medallas del pijama y colocándolas delicadamente una al lado de la otra sobre el banco, iba enumerando, todas las ciudades de Cuba donde durante la guerra de independencia había participado en la lucha:"Santiago de Cuba, Camagüey, La Habana, Matanzas, Cienfuegos, Guanajay, Jatibonico...." Desposeyose de todas y cada una de ellas y al terminar, tomándolas en una mano, me las dió diciendo: "Guarde usted, Don Efraín, estas reliquias, que cada una de ellas lleva un recuerdo y un beso. Guárdelas usted porque lo que me queda de vida no quiero más medalla que la de vivir al lado de doña Justa y recibir el honor de morir en sus brazos". Levantose y y fuese con aire marcial. Se acercó al grupo de aprendices de oído a cocineras y tomando de la mano a Doña Justa, levantándola de sus asiento, la besó tiernamente en los labios.

Don Ramón, hombre discreto, perspicaz y cabal, casi susurrando me dijo: "Al fin y al cabo, Don Efraín, todos somos iguales. Hombres y mujeres estamos hechos del mismo barro. Sentimos lo mismo, tenemos miedo a las mismas cosas, intentamos no estar solos y deseamos al abrazarnos completar nuestro abrazo como si de un mismo círculo se tratara. Todas esas pendejadas de venus y de marte, todos esos discursos de mujeres cabronas y hombres sumisos, toda esa guerra de sexos inoperante y estéril, se queda en nada cuando alguien es capaz de besar como nuestro general acaba de hacerlo con Doña Justa. Porque no se trata de ser hombre o de ser mujer, se trata de ser seres humanos. Los genitales, Don Efraín, sólo sirven para la diversión y la progenie. El resto son humanidades solas que se acompañan, fidelidades que se deciden porque sí, y corazones capaces de construir sonrisas. Esa es la única razón del amor que sobrevive, Don Efraín: Ser iguales y amarse y respetarse como tales. El resto, se lo dejamos a los sexólogos frustrados y a quienes no son capaces de comprometerse como seres humanos, sino como hombres o como mujeres".

A sus pies,
Don Efraín Candoroso.

sábado, 30 de mayo de 2009

Cartas a doña XXX: Cubitos de hielo

Querida Doña XXX: El otro día estuve con su abuela. Vino al asilo a recordar los viejos tiempos de su segunda juventud, cuando vivió aquí durante una temporada, antes de escaparse una noche de pasión con Don Arnulfo Cantalapiedra, el laureado poeta y afamado bohemio que entre vinos, absentas, noches de jazz y tablaos flamencos, recibió cuantas flechas le asignó cupido y amó cuanto ellas pudieran tener de hospitalario, como decía Machado. Y fueron muchas. Que el corazón de Don Arnulfo parecía un acerico llenos de arfilerazos y su retrato emocional bien hubiera sido el de un San Sebastián atado a un árbol, lleno su cuerpo de dardos, y cara de orgasmo. Pero fue su abuela, Doña XXX, la que, al final, robó el último pedazo intacto del corazón de Don Arnulfo, cuyo amor, que había recorrido toda la escala social, fue a postrarse en ella como adolescente en descubierta del sexo opuesto, olvidando de un golpe todo lo vivido y exfoliando su alma de todos los amores muertos entre las manos tiernas de la madre de su madre.

Gran poeta y mejor amante, cuentan de él los mentideros que sus versos despertaban las hormonas femeninas como feromonas en celo y que tras escribirles un soneto, una cuarteta y hasta una lira, cumplía con todas las expectativas uterinas que sus rimas levantaban. Su abuela guarda sus versos en paquetitos atados con un lazo rojo y porta un retrato de Don Arnulfo que muestra con orgullo a quien quiera escuchar su historia. Y puedo atestiguar que ese recuerdo provoca lágrimas, sobre todo cuando su abuela narra cómo Don Arnulfo murió en sus brazos, despidiéndose con estas palabras: "Mi amor, de tí he aprendido que no se trata de dormir acompañado, sino de no despertarse solo".

Pídale el teléfono del asilo a su abuela, Doña XXX, y llámeme, que tras hablar con ella me han entrado unos grandes deseos de escuchar, de nuevo, su voz, aunque sea después de tantos años, porque no ha habido día, a lo largo de ellos, en que no haya pensado en usted en algún momento mágico de recuerdos.

Su voz, por otra parte, me serviría de consuelo en este invierno frío de paredes verdes en el que nuestra vida transcurre. No son buenos tiempos para la lírica, Doña XXX. El día del sol, del desayuno entre risas, de la revuelta nudista y la tarde temerosa entre tormentas y rayos, no acabó ahí. La junta de dirección, como recordará, estuvo reunida hasta la noche. El horario en el asilo es estricto y a las ocho de la tarde sonó la campana para ir a cenar. Lo que entonces ocurrió no puedo informárselo sin que sepa usted antes algunos pequeños detalles sin importancia acerca de la historia. Datos irrelevantes que, de ser conocidos, negaré hasta la muerte. De manera que le pido, Doña XXX, su máxima discreción porque aún andan los sabuesos de Hilda queriendo averiguar las causas de los efectos, y no podemos hacer el menor ruido.

Todas las tardes, a partir de las cinco, Don Hermenegildo, Don Mariano, Don Ramón y un servidor jugamos una partida de dominó hasta la hora de la cena. Todas las tardes, Don Ramón, le pide a Candy tres veces que le sirva una cola con cuatro cubitos de hielo provenientes de una botellita de agua milagrosa que dice Don Ramón recibir todas las semanas por correo desde su pueblo y que Candy, siempre tan amorosa, se encarga, cada mañana, de congelar en cubiteras. Un agua nacida a los pies de una peña en la que cuenta la leyenda se les apareció la Virgen a unos pastores mientras comían morcillas a la sombra de una encina. Dice Don Ramón que ese agua de la Virgen tiene virtudes medicinales al acabar con los problemas de flatulencias, aún cuando se siga teniendo muchas de ellas. Y no hay tarde en que Don Ramón, nuestro juez, no se beba sus tres vasos de cola con sus cubitos de hielo milagrosos. Y algún efecto tiene que tener porque hay que reconocer que entre lo divertido de la partida, los chistes, las risas, los sarcasmos y la cola, Don Ramón se va alegrando y termina, siempre, siendo el más chistoso de todos nosotros.

La tarde de autos no hubo partida. Hilda clausuró el armario donde se guardan los juegos de mesa, la televisión permaneció apagada y sólo se escuchaba a través de los altavoces del asilo el Requiem de Mozart, pieza muy alentadora para nuestros espíritus y que, sin duda, guardaba cierto mensaje subliminal que no acabábamos de colegir.

La campana de la cena sonó con puntualidad germánica. Las puertas del comedor se abrieron y entramos todos en silencio, sentándonos como ya era habitual. Los jugadores de dominó, hombres solos, en la mesa más cercana a la puerta. Las Gorgonas, al lado del estrado donde displicente y odiosa se sentaba Hilda con sus huestes. Sólo Candy, corría por todas las mesas sirviéndonos y atendiéndonos, como una Cenicienta enfermera. Doña Justa, Doña Pura y las Ganchillo, compartían mesa al lado de los ventanales y el resto se repartía como podía, quedando siempre los más rezagados en los peores sitios. Esos son los problemas de las andarillas, los huesos reumáticos y las edades, que cada vez que a uno de nosotros nos preguntan que cuántos años tenemos, deberíamos responder, "¡todos!".

El menú, para qué negarlo, de alta gastronomía: sopa de fideos, huevos fritos con salchichas y agua corriente del grifo con denominación de origen, hielo y servida en lujosas jarras de plástico barato. El tiempo de pitanza, largo, debido a la lentitud del servicio -Candy no da nunca abasto-, la falta de dentadura de algunos, las temblequeras de otros, y la falta de apetito de ese día de los demás. La cuestión es que, además de la sopa fría, los huevos y las salchichas, cuando llegó la hora del postre -plátano sin recuerdos de que fuera amarillo- en la mesa de las Gorgonas empezó un barullo de risas, palmadas, carcajadas y mofas que llamaron la atención del público asistente al espectáculo. Doña Perfecta comenzó a cantar "La donna é mobile" con sonoros gallos resfriados de amanecer de invierno. Doña Romualda, cuya cara se había sometido a tantas cirugías plásticas de estiramiento que parecía la madre del "Joker" de Batman, bailaba claqué al ritmo de las palmadas de sus compañeras. Doña Hilda, bajó atónita de su cátedra y acercando su nariz de oso hormiguero a Doña Perfecta gritó: "¡Están ebrias!"

La carcajada fue general. Las borrachas seguían con su alboroto al que había que añadir el jolgorio que se organizó entre los asilados ante tamaña sorpresa. Sólo Candy permanecía en medio del pasillo, muy seria, mirando fijamente a Don Ramón quien literalmente se escondía detrás de sus manos mientras rezaba: "¡Carajo con el agua bendita! ¡Carajo con el agua bendita!" Y agarrandóme del brazo como alma que se niega a que se la lleve el diablo me dijo: "¡Don Efraín, esta vez sí que la he jodido! ¡El agua bendita, Don Efraín, el agua bendita!" Yo no salía de mi asombro: "¡¿Qué carajos pasa con el agua bendita, Don Ramón?!". El juez, pálido como zombi viviente y los ojos desorbitados me dijo con entrecortados susurros para que nadie le oyera: "¡Coño, Don Efraín, que no es agua bendita!, que es vodka ruso de primera calidad que consigo de estraperlo con Casimiro, y lo guardo en botellitas para que Candy me lo congele y nadie se imagine que es alcohool. Todos los días me bebo todos los cubitos, pero hoy, no he podido y la pobre de Candy ha debido de servirlos en la jarra de agua de las Gorgonas. ¡¿Qué hacemos, Don Efraín, qué hacemos?!. "¡Huir, Don Ramón, huir, aprovechando el barullo!", le respondí. Y, sin que nadie nos viera, nos escurrimos hacia la oscuridad del pasillo, dejando atrás, las risas, los bailes, la ópera desafinada, la juerga, y a Hilda, gritando: "¡No puedo más, hoy, no puedo más!".

Siempre suyo,
Efraín Candoroso.


miércoles, 20 de mayo de 2009

Cartas a Doña XXX: Mujeres.

Doña XXX: No deja de llover con esa lluvia que parece memoria y saudade. Y no dejo de pensar en usted. Y sigue lloviendo. Dicen los psicólogos, esos sabios de papel mojado que pretenden comprender mediante la ciencia lo que no es ciencia sino vida viviendo, que uno cuando escribe, sublima. Y no. Escribirle es querer que sepa lo que siento y hablarla y sentirla. Pero sigue lloviendo y apenas si encuentro refugio en estas cartas al hilo de un recuerdo, cuando el presente parece interminable y la distancia, infinita. Y sé que me lee, que no deja de leerme aunque sea en secreto. Y sé que me piensa, aunque sea en silencio.

La tarde que trajo este diluvio, nos escondimos todos en nuestros cuartos. Horas tardamos en salir y en ir ocupando los sitios de asueto y de reuniones. Los bancos del pasillo. Los sillones del salón. Las mesas de juego. Pero todo fue en silencio. Como si no nos atreviéramos a mirarnos los unos a los otros, o no quisiéramos dar a conocer el miedo que nos había entrado, una vez que fuimos conscientes de lo que habíamos hecho. Pobres viejos desnudos en paños menores, empapados y, ahora, solos frente a nuestros propios actos. No vimos a Hilda en toda la tarde. Se había convocado una junta de dirección del asilo, urgentísima, para analizar los últimos acontecimientos. Candy no sonreía tampoco. Iba y venía de la cocina trayéndonos a todos una taza de chocloate caliente para que no nos constipáramos, pero hasta ella vestía su uniforme de pantalón largo y su blusa abotonada hasta el cuello. No decía nada. No nos reprochaba nada. Vino con mantas para los ateridos. Nos cobijó. Nos acariciaba la cara y una sonrisa dulce intentaba en vano aliviarnos el miedo. Ella estaba preocupada. Hasta organizó un comando de inteligencia y con cualquier excusa mandó a las Hermanas Ganchillo a escuchar detrás de la puerta lo que se estaba deliberando. Pero al volver, sólo habían podido sentir cuchicheos y aunque doña Claudia había llevado un vaso que le sirviera a modo de trompetilla, nada pudieron oir. Alguna tos, algún "¡Esto no puede quedar así!" de Doña Hilda. Pero nada más. Ahí volvieron, tristes y Doña Claudia golpeando sin darse cuenta el vaso a ritmo de reguetón. Es la más joven de las hermanas y ni siquiera tiene edad de estar en el asilo. Pero cuando sus hermanas mayores decidieron retirarse, ella hizo también las maletas y veinte años antes que la mayor, Augusta, se encerró con ellas porque eran su única familia. Doña Claudia es de rasgos finos, ojos achinados y negros, y una sonrisa que usa a sabiendas de su poder hipnótico, sobre todo cuando necesita algo de alguien. Tiene el carácter fuerte e independiente, como sus hermanas, y ruidosos enojos repentinos. Doña Claudia es alta, de pies grandes como mostruo peludo de películas del espacio. Talle estrecho y trasero incontinente y cada vez que ve un cristal o un espejo, se mira en él, aunque sea de reojo. Don Edelmiro, embajador de carrera, estaba loco por ella. Se sentaba junto a nosotros a jugar cartas y cada vez que pasaba Doña Claudia a nuesto lado, un suspiro de amor salía de su pecho. Don Edelmiro era un tipo interesante. Viajado, culto, de humor cáustico como sosa en cañería y de muy buena planta. Recuerdo aquella vez, cuando el viejo embajador miraba a Doña Claudia sonreir, estaba yo sentado junto a él en el jardín y, sin venir a cuento, me dijo: "Don Efraín, he viajado a lo largo y ancho de este mundo. He visto ciudades, paisajes, he cruzado montañas y bajado hasta valles recónditos. He querido, como descubrir mundo, comprender el alma de la mujer en su esencia y he viajado también por sus pieles y me he mirado en sus ojos. Las he observado y he podido listar hasta ciento cincuenta y dos tipos de gestos distintos en ellas, solamente para acomodarse la melena sin usar las manos. Las he visto maquillarse en los semáforos y en los atascos de las autovías. ¿Sabe cómo lo hacen? Mueven el retrovisor hacia ellas, abren el lápiz, se estiran el párpado inferior del ojo hasta que casi se les sale la órbita y abren la boca como pez que se asfixia, mientras se pintan la raya del ojo. Es fascinante. Después, se espolvorean la naríz con golpecitos rumbosos, miran a un lado, miran a otro y se creen que nadie las ha visto. La mujer, Don Efraín, la mujer... Una vez, para conseguir comprenderlas, me depilé el pubis con cera, como ellas hacen. Sí, me hice un brasileño completo. Y ¡carajo! aquello dolió como parto de puercoespín crecido. Que la zona donde se junta la piel de la ingle con el escroto parecia que me la iban a arrancar de cuajo. Y cuando llegaron a los cataplines, mis gritos hicieron que los vecinos llamaran a la policía. Pero quedé como niño recién nacido y aquello causó furor entre mis contemporáneas. Otro método que usé para comprenderlas fue la de ponerme a leer sus revistas. Artículos como cuarenta nuevas formas de hacer que tu amante vibre, o, descubre las posiciones más sensuales de la noche, me hicieron, en el primer caso, reirme porque todo lo nuevo que se decía se conocía ya hacía cien años y lo segundo, hubo una posición que me causó una ciática de tal calibre que tuve que volverme misionero durante meses. He olido sus perfumes, las he mirado dormir, gritar, llorar, hasta alguna que otra me ha pegado. Y sin embargo, aquí me tiene, que por esa mujer he cambiado mi forma de vestir, de peinar, y hasta me he comprado un disco de regueton que no entiendo pero que dice algo de subirse la falda hasta la espalda y salir de no sé que armario. Tengo un vídeo para aprender a bailar salsa y practico con las maracas solo en mi habitación. Este viejo gruñón de cabeza blanca y pubis negro, salvo alguna cana testicular despitada que en vez de ir al norte se fue al sur, como la paloma de la canción, pendiente....., en el fondo, de nada. ¿Y sabe por qué, Don Efraín? Porque después de todo lo que he visto, los paisajes, las ciudades, los valles, después de todas las pieles, los berridos de carnero depilado, las ciáticas amorosas, esa mujer, Don Efraín, esa sonrisa, es capaz, se lo digo yo que lo sé, de hacer llorar a un hombre de amor absolutamente entregado tras un beso. "Mujeres, Don Efraín, mujeres". A la mañana siguiente, Don Edelmiro no volvió a despertarse. Murió mientras dormía. Doña Claudia ni siquiera asistió a su funeral, ni mostró el menor interés por el viejo ingenuo o lo que con él había sucedido. Porque aquella Doña Claudia que el embajador amaba, en realidad, ni era ella, ni jamás había existido. "Mujeres, Don Edelmiro, mujeres"


Siempre suyo,
Efraín Candoroso.



viernes, 15 de mayo de 2009

Cartas a Doña XXX: Desnuda rebeldía.

Querida Doña XXX, está lloviendo. No ha dejado de llover, y ya sabe usted como odio esta lluvia tediosa y mojada que me estropea los zapatos, humedece mis pijamas de franela, enfría mi calva, y me pone triste. Sí, ya sé que es útil para el campo, y que la naturaleza necesita del agua para rebrotar y traer de nuevo la fermosa primavera llena de gramíneas, polen y estornudos; pero a mi, con ella, lo único que me rebrota es el reúma, el mal humor, y un estado de perpetuo gruñido por no poder gozar del sol como lagarto tendido y sesteante. Como siga lloviendo así en vez de en lagarto me voy a transformar en rana saltarina, de esas multicolores que nacen en los bosques húmedos del trópico, carecen de gracia e inteligencia, y por las que turistas urbanos con nostalgia primitiva pagan por fotografiar entre humedales, mosquitos, caminos intransitables, y mil y una incomodidades que por ecológicas son recibidas como sagradas bendiciones de dioses prehistóricos, para después retornar a la civilización a seguir portándose como cromañones en sus vidas cotidianas.

Y es que la lluvia no llegó sola. Gozábamos del sol matutino, de los pechos de Doña Justa, de la sorprendente y enorme admiración que nos producía nuestro nunca bien ponderado general cubano, cuando a los gritos de las Gorgonas, que no habían podido soportar la visión de semejante hombría, como un tanque panzer de artillería pesada en la guerra relámpago, Hilda descendió las escaleras del jardín, fusta en mano, y con todo su empuje se abrió paso a golpes y codazos entre el grupo de testigos adánicos de las hermosas manzanas de nuestra Eva particular. Fue sorprendente comprobar como a medida que aquel mastodonte avanzaba, el cielo se nublaba, diluyéndose la luz azul en gris de asno y los trinos y los claroscuros rompieran en trueno y relámpago.

La escena no duró mucho, pero fue trepidante. Hilda tras romper la primera línea de defensa inocente, llegó hasta Doña Justa y quedóse, al principio, petrificada. Miraba la desnudez, miraba la lanza sagrada, miraba a las Hermanas Ganchillo tratando inútilmente de esconder sus risas, como niñas en la escuela, miraba a Doña Pura que no había podido cerrar la boca desde que se hubiera acercado a los arbustos, nos miró a nosotros que no la mirábamos a ella, y despertando de su breve sorpresa, con un grito de vikingo en guerra, alzó la fusta para descargar toda su furia sobre la paralizada Doña Justa.

El movimiento fue felino. Nadie pudo comprender como consiguió alcanzar ese nivel de agilidad juvenil y extraordinaria en tan breves momentos, pero, como una pantera, Don Ronaldo de Roscenvalles se abalanzó sobre la agresora y paró el golpe con su brazo derecho mientras que con el izquierdo se sujetaba el pantalón y el pañal de incontinencias. Hubo un forcejeo entre la bárbara y el esforzado. Hubo reto, odio, pulso, fuerzas encontradas hasta que Don Ronaldo consiguió doblar el brazo y la voluntad de Hilda, al tiempo que decía entre dientes: "¡Nadie osará, en mi presencia, tocar un cabello de esta dama. Nadie. Que antes preferiría abonar este jardín con mis miserias que permitir tamaña afrenta contra una desnudez inocente!" Y dicho esto, mientras acababa de forzar el brazo de su contrincante, una ventosidad olímpica y hedionda, hizo que todos, hasta Hilda, diéramos un paso atrás en busca de oxígeno no contaminado, a medida que la ola de olor repugnante nos alcanzaba. Se oyó entonces la voz de nariz tapada de Don Mariano el fontanero:"¡Carajo, Marqués, usted sí que tiene las cañerías obturadas! ¡Comerá usted con ademanes y usos de ángel pero caga su excelencia como demonio diarréico!". Hilda, sin embargo no quedó satisfecha, y tapándose la nariz levantó otra vez su fusta, esta vez contra el caballero cagante, al grito de: "¡Viejo pedorro, te vas a enterar de lo que es estar hecho mierda!". Don Mariano, como David frente a Goliat, se interpuso en la escena con un bramido de oso: "¡No! ¡Ni se te ocurra, toro con ubres, hacer daño al marqués. Que si lo haces te vas a enterar de cómo se desatascan inodoros con una fusta!" Hilda no pudo creerlo. Reculó, levantó la fusta como una espada defensiva y comenzó a llamar a gritos a Casimiro que seguía soportando los aspavientos de Doña Perfecta, sumiso, cariacontecido, y completamente ajeno a lo que ocurría del otro lado del jardín.

A los gritos barbáricos pronunciando su nombre, Casimiro respondió con una carrera al trote de percherón entumecido. Al llegar, Hilda le espetó que hiciera algo. Casimiro, medio miró la escena: Hilda, fusta en posición de esgrima defendiéndose de la agresividad de Don Mariano, pequeño pero bravo, a pesar de que no le llegaba al pecho a la otentota. Don Ronaldo con cara de circunstancia disimulada, y silbando al viento, agarrándose los pantalones, protegido detrás del fontanero. Nosotros tapándonos todavía las narices porque el noble olor parecía perpetuo. Pero cuando el tuerto llegó a los pechos de Doña Justa se quedó pasmado e inmóvil, incapaz incluso de parpadear con su ojo sano, embelesado ante el espectáculo. Doña Perfecta, cuya cabellera tintada de rosa fucsia se había parado como electrificada, al ver que su amante no ocultaba su deseo, comenzó a pegarle puñetazos en la espalda, profiriendo insultos soeces referidos a la genealogía ancestral del casi ciego, mientras las Gorgonas intentaban separarla inutilmente. Hilda no pudo más y abalanzándose agarró a Doña Justa del brazo e intentó arrastrarla por impúdica, libertina y casquibana. De nuevo, el marqués y el fontanero se interpusieron y consiguieron librar a la víctima. Pero esta vez, Don Mariano engrandecido como Napoleón en Austerlizt, se enfrentó a Hilda y le dijo: "¡Basta ya! ¡Si vas a castigar a Doña Justa por querer tomar el sol, a mi me vas a tener que colgar de los pulgares!"; y sin mediar más palabras se desnudó delante de todos nosotros: fuera la camiseta del sobrino, fuera el pantalón raído, que sólo se quedó con unos calzoncillos gallumbos marcapaquete de algodón blanco y costuras gordas. Y enfrentándonos a todos nos dijo: ¡Aquí u ordeñamos todos o tiramos a la vaca al río!

No se sabe muy bien si fue la arenga del pequeño fontanero valiente o la idea de tener entre todos que dominar a Hilda para echarla al agua de la fuente, pero el caso es que todos comenzamos a desnudarnos. Las primeras, las Hermanas Ganchillo que se colocaron al lado de doña Justa, con sus pechos al aire. Algo que por otra parte ya habían hecho alguna que otra vez en privado para ver quién de ellas tenía los pezones más bonitos y los senos más turgentes. Siguieron los hombres. El primero, Don Ramón, Juez y preboste de "Río Truchas", cuya capacidad de imitación de todos nosotros nos hacía reir a carcajadas, conocernos las canciones de Joaquín Sabina de memoria o mantener conversaciones sobre responsabilidades de sistemas de justicia anquilosados, viejos e ineficientes. Todos sabíamos que Don Ramón mantenía un idilio platónico con Doña Mercedes, una de las Hermanas Ganchillo, mujer inteligente, buena y leal como un pingüino en pareja, enamorada de los mejillones a la provenzal, y de risa escandalosamente contagiosa y llena de generosidad. Don Ramón, vestía boxers de cuadros y calcetines con liga, sobre unas piernas capaces de retorcerse bailando como Elvis Presley, del que le gustaba disfrazarse en Halloween. Tras él, don Genaro, el farmacéutico: calzoncillos de seda y lino, que para eso era viudo, heredero y rico. Y luego ya todos los demás. Sólo quedaba Don Hermenegildo quien, dada su condición física elevada, dudaba si bajarse los pantalones del pijama o no. Se quedó mirando a Doña Justa y ella a él, fíjamente. Ella sonrió, le guiñó un ojo y él se bajó los pantalones dejando salir el ariete que saltó feliz de alegría al sentirse libre. Hilda gritó despavorida. Doña Pura casi se desmaya. Las Hermanas Ganchillo boquiabiertas. Doña Justa mirando a los ojos de su hombre enamorado. Y en eso, una lluvia jarreante de truenos, rayos y centellas comenzó a caer empapándonos a todos. Salimos corriendo desnudos y calados a escondernos cada uno a nuestra habitación. Doña Hilda, Casimiro y las Gorgonas salieron también en estampida. Sólo Doña Justa y Don Hermenegildo se quedaron mirándose el uno al otro bajo la lluvia. Creo que aquel beso también provocó su propio relámpago.

Siempre a sus pies,
Efraín Candoroso.


viernes, 8 de mayo de 2009

Cartas a Doña XXX: Doña Perfecta versus Doña Justa.

Mi amor del otro lado del papel, he recibido sus últimas misivas y me han enternecido, como siempre. Siento su lejanía a flor de piel como dolor que no cesa, y sus palabras es lo único que me hace sonreír en silencio. Bálsamo para un viejo amor que nunca muere. Me gusta también saber que se preocupa por mí y que mis cartas la solazan. La felicidad, Doña XXX, es una línea azul de tinta.

Por aquí, las cosas no mejoran. Cada día se siente más la presión de lo moralmente correcto sobre nuestras mentes y voluntades, y muchos de nosotros parecemos no encajar en este sistema medido por la mediocridad de espíritu, la soberbia y el adocenamiento.

Sí, me lo contaron las Hermanas Ganchillo cuchicheando en un rincón del salón de la tele, mientras esperábamos a que llamaran a cenar. Estábamos todos, como le narraba en una carta anterior, deambulando por el jardín, de uno en uno como fila de galeotes. Doña Justa había aprovechado un descuido de Casimiro y fue a esconderse tras los arbustos, para huir de la rutina circular del paseo en obligado silencio. La verdad es que el sol era muy especial, y el cielo, azul pálido de calima y nubes entretenidas en correr despacio tras la brisa. Las copas de los árboles que asomaban por encima del muro dibujaban sombras de claroscuros en manchas sobre la cal y la hierba. Y aún cuando nuestro caminar despacioso reflejaba la tristeza del castigo, ninguno de nosotros podía evitar buscar los rayos de luz que descendían generosos por entre las ramas. Doña Justa no pudo evitarlo tampoco. Se apoyó en el muro frente a un pedazo de luz fuerte y lleno de vida, y casi sin pensarlo se abrió el vestido de flores y dejó que sus pechos bautizaran al sol y sus razones. Reposó la cabeza, cerró los ojos y gozó del calor en su desnudez de hembra agasajada. También supimos luego los placeres del nudismo que Doña Justa había practicado hasta no hacía mucho tiempo. Supimos también de sus viajes por el mundo, de sus amantes jóvenes, de su pasión por el vino tras una buena conversación, un buen libro o tumbada en la cama después haber saciado su piel hasta el alba. Supimos que la encantaba caminar descalza y escuchar música de fados portugueses, mientras dejaba que sus pies los curaran unas manos viriles y tiernas como el fuego de una hoguera. Supimos que su amor se lo llevó un golpe de mar al otro lado del mundo y que, sin embargo, todas aquellas lágrimas habían servido, como ella misma decía, para regar la risa y sus recuerdos.

Suponemos que Doña Perfecta la había visto escabullirse. Esperó un tiempo prudencial y tres vueltas al jardín más tarde, se zambulló ella misma detrás de los arbustos para averiguar las tramas de Doña Justa. Y efectivamente, el que busca encuentra. Que Doña Perfecta no podía creer lo que sus ojos veían: "¡Furcia de puerto. Con los pechos al aire y delante de todos nosotros, desvergonzada! ¡¿Es que acaso no sabe que eso está prohibido?! ¡Tápese pedazo de guarra!". Doña Justa, como quien oye llover, abrió los ojos, volteó la cabeza y sonriendo a la histérica le dijo pausadamaente: "Tápese, pedazo de guarra... ¿o qué?" Como respuesta al desplante, Doña Perfecta, en voz muy baja, plena de odio y rencor, acercóse al oído de la soleada y demostró su capacidad verbal para la sinonimia, que fue a llamar a Doña Justa, como quien teje una tela de hilos y palabras: iza, meretriz, ramera, fulana, pelandusca, pingo, buscona, pupila, pelleja, horizontal, calientacamas, hurgamandera, barragana, bagasa, peliforra, suripanta, pendón, lumia, daifa, callonca, y no se sabe cuantos más improperios referidos a esa mesalina de asilo y desnudeces. Doña Justa, a cada vocablo, respondía con una sonrisa y, de vez en cuando, con algún gesto de asombro porque alguna de las acepciones no se encontraban en su diccionario. Cuando doña Perfecta hubo terminado, doña Justa, sin inmutarse le dijo: "¿Doña Perfecta, la he entendido mal o me está llamando puta?, porque si yo soy puta, yo a usted, por el contrario, la encuentro artificiosa, afectada, falsa, solapada, engañosa, embustera, simuladora, taimada, tramoyista, farsante, beatona, gazmoña, camandulera, insidiosa, marrullera, felona, jesuítica, desleal y, en resumen, hipócrita. Porque no sé muy bien si lo que le preocupan son mis pechos desnudos o que su amante Casimiro casi los vea. ¡¿O es que, de verdad, se creía que no lo sabe todo el asilo?! ¡Que sus gemidos nocturnos en el cuarto de escobas, llamándole mi tuertito, los hemos escuchado casi todos, doña Perfecta! ¡Y ya a nuestras edades sabemos perfectamente por dónde corre el río!" No hubo más. Doña Perfecta salió corriendo haciendo aspavientos y jurando en arameo en busca de su tuertito y nosotros, ante la escena, nos acercamos a mirar. Nos quedamos embobados los unos, avergonzadas o divertidas las otras, porque las Hermanas Ganchillo no paraban de reír la audacia. Doña Justa abrió los ojos, nos miró a los hombres y nos dijo seductora: "¿Os gusta?" y refiriéndose directamente a Don Hermenegildo, soltó, con una sonrisa que deshacía el hielo: "A ti ya veo que sí, mi General...." Y todos nos volvimos a mirar al anciano militar de Cuba que firme como un mástil sonreía, rejón en ristre, a la nudista. Todos supimos entonces cuánto de cierto y de grande había en los cuentos habaneros de la "lanza de Longinos". Las Gorgonas, al ver semejante monstruo del lago Ness, tras uns pijama de rayas, salieron corriendo aterradas, mientras las Hermanas Ganchillo se quedaron a disfrutar de la vista. Y nosotros, Doña XXX, nosotros recordábamos la vida.

Siempre suyo,
Efraín Candoroso.

miércoles, 29 de abril de 2009

Cartas a Doña XXX: El topless de doña Justa.

Mi amor de siempre, sigo contándole, otra vez desde debajo de las sábanas, iluminándome con una linterna de minero a baterías que conseguí de estraperlo comprando la voluntad de Casimiro, el guardia tuerto de la puerta que, como un Cancerbero, vigila que ninguno de nosotros escape del infierno. Casimiro es un hombre casi triste, casi alto, casi calvo y casi ciego con un ojo de cristal que, por la mala calidad de su diseño y el paso de los años, fue cambiando de color de un marrón casi caramelo a un verde casi pistacho desvaído. Casimiro tiene un negocio de contrabando montado en la garita de la entrada, donde, pagando un módico precio encarecido, uno puede encontrar o encargar cualquier cosa de las de la lista prohibida de Hilda , la cual, por cierto, abarca todo aquello que da placer, engorda o es pecado: desde tabaco de liar hasta revistas pornográficas de gran difusión entre los asilados, que las esconden entre las tapas arrancadas del semanario parroquial de los domingos. Casimiro, por lo que puede verse, Doña XXX, aún a pesar de ser tuerto, posee, para los negocios, una visión de lince que en nada desmerece su ojo desteñido.

Tras el terrible acto de indisplicina general que supuso alegrarse y querer gozar del sol entre risas y vida, y sin poder tomar acciones displicinarias individuales porque el crimen había sido cometido como en Fuenteovejuna, "todos a una", a Hilda no le quedó más remedio que conformarse con amedrentarnos con una filípica llena de amenazas, retóricas morales, e invectivas llenas de odio y de desprecio. Por lo demás, acortó nuestro tiempo de pitanza y nos ordenó salir al jardín con orden expresa de reunirse y dialogar únicamente "en grupos impares menores de tres". Y, como corderillos de matadero, o prisioneros en patio de manzana cerrado entre altos muros, salimos a gozar de la mañana, en silencio y cada uno por su lado. Un jardín repleto de personas y de tristeza. Deambulábamos intercambiando miradas y no se escuchaba más que el ruido de los autos, algún que otro trino despitado y el suspirar de algún entristecido que no terminaba de aceptar su condición de condenado. Casimiro, atento a cada movimiento, casi nos compadecía casi vigilante. De pronto, desde detrás de unos arbustos que cubren un rincón del jardín que alguno de nosotros aprovechamos para escondernos de su casi mirada, Doña Perfecta salió dando voces de terror entre aspavientos: "¡Qué falta de respeto, qué indecencia, qué ejemplo para todos nosotros!" Y acercándose a Casimiro le murmuró, sin abandonar sus gestos de protesta, algo que, a pesar de no poder escuchar, hizo que todos nos volviéramos a mirar hacia el rincón secreto.

Doña Perfecta es todo un personaje de esos que uno piensa que sólo existe en las películas cómicas y esperpénticas, pero que de vez en cuando, saliendo de las pantallas, se encarna en mortal. Es alta y tan delgada que parece siempre de perfil. A pesar de su edad, tengo que reconocer que se conserva en buena forma y eso supongo que es la razón por la que siempre viste como una mocivieja, se tiñe el pelo de rosa oscuro y se maquilla como las actrices del cine mudo. Tiene siempre un rictus de desprecio hacia lo ajeno, incluso cuando sonríe. Habla de Dios como si ella fuera la única que lo conoce y realmente se cree estar bendita bajo un aura de mesianismo que, según tenemos entendido, durante toda su vida la ha hecho pensar que sus razones y sus actos debían siempre y en todo lugar imponerse frente a otros criterios, incluso mejores que los suyos. Es de una doblez pasmosa y de una hipocresía que raya en lo patético, y la traición está instalada entre sus actos más puros. Como usted ya se habrá imaginado se lleva muy bien con Hilda y el poder establecido, al que ha aprendido a manipular hasta el punto de que muchas cosas de las que nos pasan vienen áltamente influídas por ella. Lidera el grupo de las Gorgonas, conformado por aquellas mujeres que critican a la vida por no haberla podido disfrutar nunca, entre falsas moralinas, juícios devastadores y delaciones. Y en ello justo estaba ella con el cancerbero tuerto, mientras todos nosotros, poco a poco y al unísono nos fuimos acercando hasta los arbustos. Al asomarnos, nuestros ojos no podían creer lo que veían. Doña Justa estaba apoyada en la tapia, mirando al sol con los ojos cerrados y sonriente, con el vestido abierto y gozando del calor en sus pechos desnudos, hermosos como duraznos maduros.

¡Qué divina visión! ¡Qué belleza! ¡Qué perfecta expresión de la naturaleza! Hermosa, en paz, cálida, sensual, como un desnudo de museo o una escultura antigua. Esa mujer es, con mucho, Doña XXX, la hembra con la que todo hombre sueña, convertida en realidad. Doña Justa es menuda, morena, coqueta, de andares firmes y erguidos que hacen que sus caderas cimbreen como aire en los juncos. Tiene el trasero redondo y levantado como una caribeña y el pelo negro le viste los hombros y la desnuda a los ojos. Tiene mucho caracter y una nariz aguileña que si no la convierte en canon de belleza, sí la confiere un atractivo interesante y muy personal. Es mucho más joven que nosotros y desde que llegó al asilo, siempre ha demostado su independencia de pensamiento, y su fortaleza. Pero a pesar de esa firmeza, Doña Justa es sensible, frágil, tímida aunque se esconda tras un sentido del humor sardónico y cargado de soledades. No sabemos nada de su vida. Otro corazón roto, otra vida vivida. ¡Qué más dará!

Tengo sueño, Doña XXX. Mañana, más.
Siempre suyo, Efraín Candoroso.

Datos personales

Licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad Autónoma de Madrid y MDC por el Instituto de Empresa de Madrid. Su trayectoria profesional le ha llevado a especializarse en temas referentes al mundo de la infancia y de la juventud en donde ha publicado, entre otros, Tiempo libre, educación y prevención en drogodependencias (1997) y Para una promoción integral de la infancia y de la juventud (1998). Como poeta ha publicado: Las horas Transitadas (Madrid, 1998), Manobra (Madrid, 2000), La ciudad doliente (Madrid, 2002) SHOA (México, 2004). Además, aparece recogido en las antologías 1 y 2, Hasta agotar la existencia (México 2001 y 2003). Además, en internet, ha publicado poemas en la revista Adamar de poesía. Ha dado recitales en España y América y su poema Teselas ha sido traducido al Rumano medieval en caracteres cirílicos para garantizar, así, su máxima difusión entre los lectores de habla hispana.

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